Decimosexta Edición
Una amiga y Eclesiastés
Una amiga y Eclesiastés
Por iniciativa del doctor David Baer, profesor de la FUSBC, publicamos una de las últimas reflexiones que como estudiante presentó Nelson Rojas Blandón en el curso de Escritos.
La tarea consiste en el siguiente caso hipotético: Ana Sofía Rodríguez es una amiga de cierta confianza que se destacó como estudiante de Ciencias Políticas y Literatura en la universidad. Ella se identifica como atea y demuestra poco interés en la religión. Tú la conoces como una persona de amplios conocimientos, un interés intenso en la gente a su alrededor y una apertura a las cuestiones de lo que significa ser ‘humano’ hoy en día.
La semana pasada, Ana Sofía te comentó, ‘Oye, te voy a sorprender. Descubrí una parte de “tu” Biblia que se llama “Eclesiastés”. No puedo dejar de leerlo. Me encanta, pero a la vez me asusta. Qué pena, voy tarde para una cita… Chao.
Hoy recibiste el siguiente correo electrónico de Ana Sofía.
Mi querido amigo,
La semana pasada te comenté de prisa que he comenzado a leer la Biblia. Nadie está más sorprendido que yo. Te mencioné la parte que se llama ‘Eclesiastés’. Lo leo, lo vuelvo a leer y lo sigo leyendo. Siento que es una voz del pasado remoto que está hablando directamente a mi corazón. La verdad es que, por primera vez en mi vida, estoy sufriendo una crisis. No sé quien soy. No sé qué hacer conmigo misma.
No sé si te das cuenta que salgo de Rionegro mañana para Madrid. La empresa requiere que todos hagamos una práctica o pasantía en España durante nuestro primer año. Estaré ahí un mes.
Te escribo para pedirte un inmenso favor. Qué pena contigo, mi amigo…
Sé que estudias la Biblia muy seriamente, quizás aún medio-científicamente. Necesito que me expliques qué significa Eclesiastés. No me des nada sencillito, porfa. Quiero saber lo que piensan tú y los expertos.
No te lo estaría pidiendo si no fuera para mí una cuestión de vida o muerte.
Te lo agradezco más de lo que puedas imaginar.
Ana Sofía
Reflexión sobre Eclesiastés
Nelson Rojas Blandón
Teólogo de la Fundación Universitaria Seminario Bíblico
de Colombia (FUSBC), graduado en diciembre de 2020
Para Ana Sofía
I
Yo vi en todo este tiempo, que fue largo y extenso, que fue múltiple y uniforme, incógnito y tangible; miré el sol todos los días y todas las noches llevé la contabilidad de las estrellas; vi a los hombres matarse por las mujeres; vi a las mujeres engañar a sus maridos y besar a sus amantes; vi al indio escarnecido y explotado; vi los vicios de las cinco ciudades malditas sueltos por el mundo como demonios desencadenados: Miré besarse lesbianas, con ojos llenos de brasas y de estrellas de goce. Vi al onanista temblando entre la noche, frente a la figura de la mujer ajena que poseía arbitrariamente _espejo de su deseo_. El sexo marcó de dolor todos mis sentidos. Y la lujuria se mostró ante mis ojos buenos, haciéndolos perversos. En todas sus formas estaba siempre ante mí el amor. Y vi al hambre con sus dientes sin filo deshacer convicciones, destruir conceptos, forjar maldiciones y blasfemias, y descubrir nuevas perspectivas a la vida. Y la muerte se mostró ante mí en todas sus maneras: el asesinato, el homicidio por celos, el suicidio. La muerte estaba siempre al lado del amor. La muerte estaba cercada por la vida, pero, de pronto, saltaba por encima de las fortalezas físicas, se escondía en la hoja de plata o de acero de un cuchillo, iba en la punta de una bala o esperaba en el fondo del mar. Y vi la embriaguez, y la sentí en mi cabeza y sobre mis espaldas. Y reí y lloré, y mis lágrimas me supieron a hieles y a azúcares mis risas. Trabajé, gané mi vida, huí de la muerte como todos los hombres, teniéndola muy cerca. En mis manos el trabajo puso callos duros que fueron para mí más suaves y nobles que el elogio y la belleza. He visto la tragedia, el parto, el beso, el amor y la muerte; he sentido el grito de felicidad de la mujer poseída y el grito de dolor del hombre que se suicida; he gustado los sabores de las comidas rudas y el sabor dulce, agrio y amargo del hambre; he tocado senos de bronce, pieles de maní, manos generosas de hombre; y cabos de cuchillos y de revólveres, y conchas de perlas; y a mi olfato han llegado todos los olores: el de la sangre, mareante y mezclado siempre con la locura; el del amor, el del aceite de coco; el olor de la sal y del yodo del mar. ¡He oído, he gustado, he olido, he tocado, he visto, he sufrido, he llorado, he copulado, he amado, he reído, he odiado y he vivido…!
4 años a bordo de mí mismo (Eduardo Zalamea Borda)
No sé si alguna vez hayas leído esta novela colombiana del año 1932, pero decidí presentar sus palabras finales a manera de epígrafe como un modo de afirmar lo que dices; en efecto la voz de Eclesiastés es un grito de la antigüedad que habla en el presente y tiene eco en el futuro, a mi juicio su mensaje es siempre actual en tiempos de decepción o inminente en tiempos de positivismo, pero nunca desfasado. El paralelo entre Eclesiastés y 4 años a bordo de mí mismo es la perspicacia de ambos para analizar la experiencia humana en el mundo; aunque es oportuno destacar el carácter de inspiración divina que los cristianos reconocemos en Eclesiastés.
No es fortuito que te hayas sorprendido con Eclesiastés; a lo largo de la historia religiosa del judaísmo y del cristianismo, este libro ha generado reacciones encontradas; has percibido acertadamente que su voz, en apariencia, resulta muy discordante con lo que has oído del cristianismo. De hecho, en cierto lugar de la literatura rabínica se planteó que Eclesiastés, a diferencia de los demás libros canónicos, es palabra humana, esto en un contexto en donde se entendían los otros libros como palabras divinas en el sentido más estricto y literal; y en la historia cristiana no ha sido diferente, se ha desvirtuado el libro o se le ha obligado a decir cosas que nunca expresó para hacerlo más aceptable a la “ortodoxia”. Así que ya vas notando que estamos ante un libro problemático.
Primero trataré de explicarte algunos acercamientos que se han tenido sobre este libro. En primer lugar, está la lectura que podríamos llamar “escéptica”, que entiende el libro como una declaración pesimista sobre la vida y el mundo: no se puede conocer la obra de Dios, todo en la vida es futilidad y ese carácter efímero hace que la vida sea suplicio. En segundo lugar, está la lectura de la “templanza”, que entiende a Eclesiastés como un llamado a vivir en el punto medio: ni mucho desenfreno ni mucha abstinencia, ni mucha justicia ni mucha injusticia, ni mucha ignorancia ni mucho conocimiento. Una tercera lectura que guarda relación con la anterior, entiende Eclesiastés como una apología de la aporía de la vida, que no puede encontrar respuesta lógica pero sí respuesta práctica; es decir, frente al dilema de la vida se acepta su incomprensión, se acepta la futilidad de la existencia humana, y se aprende a vivir con plenitud en la templanza y aceptación, no de forma pesimista sino entendiendo la vida como un don de Dios. Desde una lectura más “cristiana” algunos han planteado que Eclesiastés es la voz del hombre que sufre ante el sinsentido de la vida y la finitud de la existencia, y que el complemento de Eclesiastés está en el Nuevo Testamento, ya que Jesús brinda la esperanza de la eternidad y una razón de ser ante la insignificancia y el sinsentido. Debo confesarte que esta última lectura me parece arbitraria y desdeñable, o por lo menos ofensiva al libro, pues si bien podría dar pie para una reflexión cristológica formidable, suele quedarse en justificaciones arbitrarias y simplistas.
II
Siento que ya habiéndote dado un panorama general de las interpretaciones de este libro he cumplido mi deber objetivo; te conozco lo suficiente como para saber que investigarás más sobre todos estos asuntos y eso me da paz. Ahora me daré libertad para compartirte mi experiencia subjetiva con el libro, y parafraseando a Unamuno, perdóname por hablar tanto de mí, pero es a quien más conozco y de quien tengo algo más de certezas.
Finalmente para introducir mi pensamiento, déjame darte una cita más:
La muerte (o su alusión) hacen preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rige para los inmortales.
El inmortal (Jorge Luis Borges)
Como bien sabes, del judaísmo nace el cristianismo que a su vez se ramifica en distintas tradiciones; Bertrand Russell dirá que el cristianismo de la edad media (del cual surgen las vertientes del cristianismo occidental) era una convergencia de tres fuentes: la hebrea, la romana y la griega. Russell afirma que la Reforma eliminó la influencia romana, atenuó la griega y elevó la hebrea, y si la tesis de Russell es cierta, podemos afirmar que pese a las diferencias entre confesiones cristianas hay un profundo sustrato hebreo en la raíz del pensamiento cristiano hasta hoy, siéndole común a todas sus confesiones. Aun así, debemos aclarar que el tiempo embrionario durante el cual se gestó el cristianismo al interior del judaísmo fue relativamente corto; así pues, el tiempo de influencia que el judaísmo tuvo directamente sobre el cristianismo resultó menor al tiempo de influencia que tuvo la cultura greco-romana; esto no quiere decir que el sustrato hebreo sea mucho menor o más débil que los sustratos grecorromanos, pero sí implica que el sustento aportado por el judaísmo es muy específico, correspondiendo a un momento histórico muy determinado en la historia del pensamiento judío, tanto en época como en grupos.
En primer lugar, debemos mencionar las ideas escatológicas en el judaísmo, las cuales comenzaron a desarrollarse centurias antes del primer siglo; sin embargo, pareciera que la rebelión de los macabeos en el 167 a.C. propició el surgimiento de múltiples vertientes de carácter escatológico dentro del judaísmo, situación que se mantuvo durante el período asmoneo y que con su caída en el 63 a.C. dio inicio a una fase de efervescencia que estallaría con la primera guerra judeo-romana en el 66 d.C. Así las cosas, tenemos que la iglesia cristiana germinó en un judaísmo palestinense muy particular; y si contamos desde el Pentecostés hasta algunos años después de la caída de Jerusalén, hablaríamos entonces de un período entre 40 y 60 años, décadas más o décadas menos, es un lapso relativamente corto, en el cual predominaron y abundaron las ideas escatológicas y los sistemas apocalípticos.
En segundo lugar, también se trata del grupo particular; como sabrás, todo sistema de pensamiento que tenga algo de historia y extensión demográfica se bifurca, y el judaísmo no ha sido la excepción; en los evangelios, los principales interlocutores de Jesús fueron los fariseos, que constituían una de las vertientes del judaísmo palestinense. Sin embargo, con los descubrimientos de los rollos del Mar Muerto en las cuevas de Qumrán, hemos podido reconocer lo estrecha que es nuestra visión del judaísmo que a la sazón pululaba la zona; una de las comunidades más interesantes y enigmáticas es la de los llamados “esenios”, y suponemos, no sin debate, que dichos rollos pertenecieron a la comunidad de los esenios, quienes fueron otra vertiente cuyo carácter “sectario” se discute. Lo curioso ha sido descubrir que, al comparar la teología, el vocabulario y la metodología de los cristianos primitivos con esta comunidad de Qumrán, hay paralelos muy notorios que bien podrían darnos cimientos más claros para afirmar algún tipo de influencia. No podemos afirmar que los primeros cristianos hubieran bebido directamente de los esenios, pero sí podemos afirmar que los esenios representan varias ideas extendidas en el judaísmo palestinense del primer siglo; y por cuestión de afinidades que no conocemos, estas ideas influyeron en los primeros cristianos mucho más que otras ideas de otros grupos. Tal es el caso de las esperanzas apocalípticas.
Varios siglos antes de Cristo había comenzado a perfilarse la expectativa de un gran juicio cuando toda obra recibiría su justa recompensa; esta idea se desarrolló y magnificó en los siglos siguientes, de manera que tanto los esenios como los cristianos heredamos y continuamos bajo la expectativa inminente de ese gran juicio; adicionalmente, para el tiempo de Jesús, la idea de una vida después de la muerte con castigo o recompensa ya estaba indisolublemente ligada al ideal del juicio, al menos en algunas vertientes judías. De manera que viendo el sustrato hebreo que subyace en la raíz de todo el cristianismo, se entiende que desde el inicio, las esperanzas de un juicio final y una vida más allá de la muerte, con castigo o recompensa, estuvieran fijadas en la mente de todo creyente e hicieran parte fundamental de la doctrina cristiana.
Ha sido, en gran medida, con los ojos puestos en este juicio y posterior castigo o recompensa eternos, que en muchas ocasiones se ha fundamentado una ética de vida. Así por ejemplo, si se quiere animar a una conducta que sufra dócilmente todo tipo de atropellos, hay una justificación en la recompensa eterna, pues si sufrimos con y como Cristo, recibiremos la recompensa eterna de Cristo; si se quiere animar a una vida pía y alejada de todo desenfreno e inmoralidad, está la expectativa del juicio y la eternidad como recompensa persuadiendo así ese modus vivendi. Por supuesto que han existido planteamientos morales que se distancian de una lógica de acción-recompensa, y atienden más a cuestiones ontológicas; pero en la práctica, la mayoría de persuasiones éticas se sustentan en el gran juicio y la eternidad ulterior. Pero no solo se trata de cuestiones morales, pues el juicio futuro ha representado esperanza y felicidad para los oprimidos: en un mundo donde los poderes atentan contra el pobre para su propio beneficio, hay consuelo en el gran juicio final; igual sucede con los dolores de la vida, frente a una vida llena de sufrimiento en una existencia bajo el constante temor de la finitud, la eternidad ha representado esperanza y un motivo de felicidad en medio de las adversidades presentes.
III
Conociendo el contexto en el cual surgió el cristianismo, cuando estas esperanzas escatológicas estaban en pleno auge, y cuando ya la teología judía llevaba varios siglos caminando en dirección a ese imaginario, no sorprende la absoluta prominencia que tiene la idea del juicio y la eternidad en la teología cristiana. Sin embargo, y para comenzar a adentrarnos propiamente en Eclesiastés, hay algunas preguntas que debemos hacernos: ¿Qué pasa cuando la eternidad queda por fuera de nuestra realidad? ¿Hay razón para vivir justamente en un mundo sin eternidad y en una vida sin gran juicio? ¿Hay plenitud para quien vive bajo la expectativa de cesar en la muerte, de exhalar y desparecer eternamente de toda existencia? ¿tiene sentido defender la segunda venida de Jesús y el perfecto establecimiento del reino de Dios en la tierra aun bajo la consideración de mi inminente e irreversible evanescencia?
El autor de Eclesiastés se sitúa intencionalmente “debajo del sol”, en una clara referencia a la vida que todos conocemos, ese lapso de existencia entre el nacimiento y la muerte por el que todos hemos de pasar. Debido al período en el que datamos Eclesiastés (V – III a.C.), la decisión de dejar por fuera eventos posteriores a la muerte es intencional, pues eran ya conocidas las embrionarias ideas escatológicas que se desarrollarían en siglos posteriores; es decir, el autor posiblemente tenía acceso a las primeras ideas escatológicas que trataban sobre el porvenir luego de la muerte, y por una u otra razón decide mantener sus reflexiones debajo del sol e ignorar lo que pudiere o no suceder luego de la muerte. De manera que aquí encuentro una primera afinidad con Eclesiastés: la preocupación existencial: se trata del aquí y el ahora, el hombre conoce lo que sucede entre el nacimiento y el deceso, nada más, y aun las discusiones más metafísicas pretenden en últimas brindar o justificar algún sentido a esta efímera existencia.
IV
“No el que un alma encarna en carne, ten presente no el que forma da a la idea es el poeta, sino que es el que alma encuentra tras la carne, tras la forma encuentra idea”
Credo poético (Miguel de Unamuno)
Tú y yo hemos estado muy metidos en el mundo académico; como me dijiste en tu carta, yo mismo estudio la Biblia de forma cuasi-científica. En este contexto académico la escritura suele ser un asunto de claridad inequívoca, hemos desarrollado nuestro lenguaje, métodos y estrategias de comunicación para reducir al máximo el riesgo de una mala interpretación y de ambigüedad, ¡y debe ser así! Imagina por un momento las catástrofes ocurridas si no procuráramos esta exactitud; sin embargo, este intento también tiene su lado oscuro, aún así y por fortuna, la literatura ha estado fuera de este intento, especialmente la poesía. Y este carácter distintivo de la literatura creo que se aplica también para el Eclesiastés. Es mi convicción que el Eclesiastés no procura persuadir de una tesis unívoca a toda persona en todo tiempo; más bien los postulados del Eclesiastés componen su punto de partida y no su tesis; así mismo, como todas las grandes obras literarias, Eclesiastés conduce al lector a un encuentro consigo mismo; a través del libro nos presentamos desnudos ante la realidad ineludible de toda existencia humana, ¡la insignificancia!
Eclesiastés desvanece el humo de la eternidad, reemplazándolo por el suspiro de la vida. El lector que se rinda a las palabras del libro perderá la expectativa de una eternidad, pero no se trata de una maniobra para abandonarnos a la desesperanza y a la locura, todo lo contrario. Se trata de perder la eternidad, esa eternidad en donde la intensidad de vivir se difumina hasta la desaparición dilatada en lo interminable; y a través de esa pérdida recuperamos la intensidad de vivir en toda su fuerza, la potencia de la vida que en la eternidad se desvanecía, ahora se concentra en un solo instante, se condensa vigorosamente en un momento, y así brilla la efímera vida con todo su fulgor. Con Eclesiastés el poeta no es tanto el escritor que forma da a la idea, sino el lector que tras la forma encuentra la idea.
Eclesiastés no discute la veracidad de las expectativas post mortem; de cierta forma se declara agnóstico, aunque con convicciones ortodoxas respecto a corrientes judías más innovadoras para la época, influidas posiblemente por el zoroastrismo con su lucha de poderes entre espíritus buenos y malos, pero siempre bajo la soberanía y supremacía absoluta de Dios. Eclesiastés entiende la muerte como el fin de la vida, él está convencido de que la carne vuelve al polvo como todo ser vivo y el espíritu vuelve a Dios como todo hombre; y sin embargo pregunta ¿quién le dará veracidad al hombre de que esto es así? Eclesiastés lo cree, pero entiende que eso escapa a la vida “bajo el sol” y por ende, no hay forma de comprobarlo o desmentirlo.
He ahí un segundo punto de encuentro entre mi experiencia personal y el Eclesiastés; no solo se trata de limitar las reflexiones al brevísimo lapso entre el nacimiento y la muerte, sino que se trata de una convicción y, yo diría, deseo de cesar al morir, de desaparecer y dejar de ser. Yo estoy moralmente obligado a enseñar lo que la Escritura enseña, y de forma inseparable, estoy espiritualmente obligado a reflexionar minuciosamente sobre cada punto. Tanto el Nuevo Testamento como parte del Antiguo Testamento enseñan el juicio final y la resurrección de los muertos con ulterior castigo o condecoración; por supuesto, la iglesia en general así lo ha creído desde el inicio. Sin embargo, veo con preocupación un problema en nuestra forma de pensar; nosotros anteponemos el gran juicio y la eternidad a la justicia, y así entendemos que Dios es justo porque algún día juzgará a todo el mundo, otorgando una eternidad de recompensa o de juicio para todos según sus obras, pero el razonamiento bíblico se da a la inversa; para la Escritura, es la justicia de Dios la que da certeza del gran juicio y no el gran juicio lo que da certeza de la justicia de Dios.
Para la Escritura y para el pueblo de Dios han existido dos presuposiciones inamovibles, que el mismo Eclesiastés comparte con otros libros “contemporáneos” cuya visión es desarrolladamente escatológica. Hablo de dos características: Dios es justo y Dios es soberano, y si bien Eclesiastés se distancia de las visiones escatológicas ya mencionadas, cree férreamente que Dios es justo y que Dios es soberano. En la mentalidad apocalíptica, las realidades del juicio y la resurrección de los muertos con su consiguiente recompensa son consecuencias de la total soberanía de Dios y su ineludible justicia absoluta; es decir, la justicia y la soberanía no se sostienen por el juicio y la resurrección de los muertos, sino que estos dos elementos se sostienen por el carácter justo y soberano de Dios. Y así, es posible que Eclesiastés parta de las mismas dos presuposiciones: Dios es justo y Dios es soberano, pero que llegue a conclusiones distintas, que no toquen tierra en los puertos del gran juicio final y la resurrección; y es por eso que este es un libro de las márgenes, de las voces periféricas.
Yo deseo para mí, aunque suene pedante, el olvido y la desaparición; he intentado estos años aceptar mi intrascendencia e insignificancia y he encontrado paz en la muerte, anhelo cesar y dejar de existir, anhelo perderme en la memoria y desaparecer de todo recuerdo, yo soy polvo y anhelo volver al polvo, soy un suspiro en la existencia y anhelo extinguirme. Pero no por infravalorarme, sino porque me reconozco tenue y frágil; frente a una existencia universal de miles de millones de años, toda la humanidad es apenas un instante; ante la complejidad de un universo que escapa a toda capacidad de comprensión y ante las fuerzas del mundo ¿qué somos? Entonces la muerte, la desaparición, el cesar de existir es un descanso, el descanso de saber que ante realidades tan colosales mi destino me extingue, y no me obliga a soportarlas eternamente, o, en vocabulario de Eclesiastés, la muerte me permite descansar de la eternidad que Dios me ha impuesto.
Amiga mía, imagina mi sorpresa cuando descubrí palabras como estas en Borges:
Pido a mis dioses o a la suma del tiempo que mis días merezcan el olvido, que mi nombre sea Nadie como el Ulises, pero que algún verso perdure en la noche propicia a la memoria o en las mañanas de los hombres.
A un poeta sajón (Borges)
Ya somos el olvido que seremos. El polvo elemental que nos ignora y que fue el rojo Adán y que es ahora todos los hombres y los que seremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas del principio y el fin, la caja, la obscena corrupción y la mortaja, los ritos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra al mágico sonido de su nombre; pienso con esperanza en aquel hombre que no sabrá que fui sobre la tierra. Bajo el indiferente azul del cielo esta meditación es mi consuelo.
El olvido que seremos (Borges)
V
Y pese a la consciencia de la extrema finitud humana, Eclesiastés afirma que Dios ha puesto eternidad en el corazón de los hombres, y que esto es aflicción para ellos. En el sentido inmediato y explícito hace referencia a que el ser humano, aunque se sienta inclinado a entender las obras divinas, nunca podrá comprender la acción de Dios; sin embargo, me parece que Eclesiastés quiere ir más allá con la idea de eternidad. En ocasiones parece referirse a la idea clásica de algo sin final, pero en otras parece referirse simplemente a un tiempo que aún teniendo fin, es tan extenso que supera por mucho la expectativa de las vidas y generaciones humanas. En este sentido, Eclesiastés parte de la aflicción que siente el ser humano frente a empresas superiores a él: hay aflicción en alguien que intenta acaparar mucho dinero, es algo que supera su efímera existencia; hay aflicción en aquél que intenta abarcar el mundo con su pensamiento, es algo que supera su efímera existencia; hay aflicción para quien intenta vivir y traer la plena justicia en toda situación, porque es algo que supera su propia existencia.
Pero, así como la eternidad ha sido dada por Dios, y es aflicción para el hombre en tanto es mucho mayor que él; también hay dones de Dios que son satisfacción para el ser humano, y curiosamente son cuestiones pequeñas, a la medida del hombre. Trabajar en el día y comer del fruto del trabajo en la noche; amar con pasión a una pareja; también es don de Dios las muchas riquezas, pero solo cuando la persona rica tiene la sabiduría para manejarlas, es decir, solo cuando la riqueza tiene el tamaño de quien las posee, pero cuando la riqueza supera la sabiduría de la persona se torna en sufrimiento. Así mismo, hay felicidad en aquél que es indulgente con los demás, porque una actitud muy rígida moralmente supera la falibilidad humana, y entonces es sufrimiento. Pues no hay nadie que no peque, pero hay felicidad para quien es laxo con las faltas de otros, pues esta misericordia es del tamaño de su propia falibilidad.
Eclesiastés está plenamente convencido de la absoluta justicia de Dios, y al igual que otras corrientes del judaísmo reconoce que la realidad que vive no exhibe esta plena justicia, pues así como hay impunidad para el pecador también hay injusticia para el justo. Pero a diferencia de otras corrientes, Eclesiastés no recurre al juicio escatológico de todos los hombres; más bien, la forma como Dios ejecutará su plena justicia está más allá de lo que sucede bajo el sol, y por ende, escapa a la medida humana; de cierta forma Eclesiastés decide no descubrir el misterio del juicio divino. Y sin embargo, la plena justicia de Dios sigue siendo un hecho. Por lo tanto, acorde a la medida humana, hemos de vivir tan justamente como sea posible. Para el Eclesiastés esto no significa una abstinencia permanente de todo placer, significa libertad para vivir y disfrutar de los placeres sensoriales tanto como queramos, pero siempre con la consciencia de que Dios juzgará todo en nuestras breves existencias; la forma en la cual lo hará, está más allá de lo que sucede bajo el sol, pero como alguien diría después “es palabra fiel y verdadera”.
VI
Se han planteado diferentes teorías sobre las “voces” de Eclesiastés; sin embargo, luego del fracaso de ciertas corrientes críticas, ahora somos más mesurados al respecto. Yo me limito a ver dos voces en el libro, una primera voz escribió el cuerpo del libro como tal, y la segunda voz aportó el prólogo y el epílogo. Y debo confesarte que, si bien afirmo los postulados de esta última voz, no concuerdo cuando ella plantea que la tesis del Eclesiastés es que todo es vanidad, y que su conclusión última es “teme al Señor”. Me parece que ya esta voz, es la primera en no aceptar del todo el mensaje de Eclesiastés, y lo matiza para hacerlo más aceptable.
Yo entiendo tu crisis, quizá no sepa exactamente el por qué, e imagino que en el fondo tú tampoco lo entiendes del todo, pero el viaje que puedes realizar a través de Eclesiastés es un viaje de coraje; implica despojarte de las falsas seguridades y certezas que tenías, implica reconocerte a ti misma en toda tu debilidad, situarte como un soplo fugaz ante la muerte y la futilidad de la vida. Nosotros, herederos en nuestra herencia occidental hemos efectuado una sublimación de lo perdurable, nos aferramos a eso para darle sentido a la vida, y así procuramos insertar nuestra vida en algo más imperecedero que nosotros para darnos sentido; pueden ser unos hijos, puede ser una obra artística, puede ser una creencia religiosa, etc. Pero Eclesiastés te detiene en el acto y te dice: tú puedes pensar lo que sea, pero la eternidad pertenece a Dios y no a ti, la realidad es que si tu vida tiene un sentido no está ligado a lo eterno e inmutable, sino a lo perecedero y pasajero porque somos polvo que volverá a la tierra y aliento que volverá a Dios.
A través de Eclesiastés, te encontrarás contigo misma y con tu verdadera condición, limitada, impotente, incapaz, ignorante, insuficiente, insignificante y fugaz. Eclesiastés te convence de tres realidades: eres un instante fugaz y Dios es eternamente justo, y en la medida en la que más aceptes esas dos realidades más podrás encontrar las verdaderas formas de satisfacción, acordes a la medida de una vida humana. Bebe, festeja, come, trabaja, ama, disfruta de tu libido, no pretendas abarcar más de lo que puedes abarcar como persona efímera, y entonces descubrirás que cada pequeño placer de los breves momentos de la vida son regalos de Dios acordes a nuestra medida para nuestra felicidad.
Lo que pase luego de la muerte, escapa a nuestra comprensión. En cuanto a mí, quiero conocer tanto como pueda en vida, quiero seguir la rectitud de la justicia de Dios, amar al prójimo y procurar el bien de los demás; quiero poder trabajar y sentir paz con mi salario, que sea acorde a mis necesidades; quiero comer en paz, ver a mis padres morir de vejez, ver a mi hermano crecer, quiero ver a mi pueblo en paz y prosperidad. Mi paz está en vivir bajo la justicia de Dios el tiempo que me es dado, y luego espero cesar y desaparecer, mi consuelo es saber que Dios es justo y Jesucristo reina; algún día este mundo verá la plenitud de su justicia y las personas se regocijarán, pero a mí me ha correspondido vivir en tiempos de injusticia, viviré en justicia bajo el reinado de Jesús y moriré en paz; mi confianza está en que Dios es eterno y vivo confiado en que su justicia absoluta algún día invadirá cada rincón de su creación, a mí no me ha correspondido ver esos tiempos de justicia y probablemente muera sin verlos, pero tengo paz porque la eternidad que Dios sembró en mi corazón me testifica de su justicia inamovible.
Con cariño, tu amigo e igual en el camino de la vida. Ruego a Dios que por medio de Eclesiastés te encuentres de frente con tu insignificancia, y en ella, descubras al Dios eternamente justo; lo que suceda después, es la segunda parte del libro, que cada quien debe iniciar a escribir en su propia vida, hasta que Dios le ponga punto final. Saludos.