Octava Edición
Año 7 Primer Semestre 2016
Reseña bibliográfica
Christopher M. Hays, PhD
Sprinkle, Preston, ed. Four Views on Hell. Counterpoints: Bible and Theology. 2a. ed. Grand Rapids: Zondervan, 2016.
Si yo hubiera visto el título Four Views on Hell (en español: Cuatro perspectivas sobre el infierno) durante mis estudios de pregrado, me habría preguntado escépticamente, “¿Hay más de una sola perspectiva cristiana sobre el infierno?” El hecho de que Preston Sprinkle haya logrado editar y publicar este libro con Zondervan —la más conservadora de las grandes editoriales académicas evangélicas— muestra lo equivocado que yo habría estado.
Este excelente libro abre un espacio para que cuatro teólogos evangélicos presenten sus distintas perspectivas sobre la doctrina del castigo después de la muerte, y además les permite interactuar con las perspectivas de cada uno de sus interlocutores y hacer una revisión crítica de las mismas. Los autores y sus posturas son:
- Denny Burk: el tormento consciente eterno
- John G. Stackhouse Jr.: el castigo terminal
- Robin A. Parry: el universalismo
- Jerry L. Walls: el infierno y el purgatorio
Además, el editor contribuye capítulos sustanciales de introducción y conclusión.
El tormento consciente eterno
Para comenzar el diálogo, Denny Burk presenta la perspectiva predominante en el mundo evangélico: el tormento consciente eterno. En breve, él argumenta que el infierno es la esfera donde las personas que no hayan sido redimidas serán afligidas y sufrirán por la eternidad. El capítulo de Burk se dedica mayoritariamente a hacer exégesis de los diez pasajes bíblicos que más parecen apoyar la teoría del tormento consciente eterno (Is 66:22-24; Dn 12:2-3; Mt 18:6-9; 25:31-46; Mr 9:42-48; 2Ts 1:6-10; Jud 7, 13; Ap 14:9-11; 20:10, 14-15). Burk sostiene que cada uno de estos textos atribuye tres características al castigo post mortem: 1. una separación final de Dios, 2. una experiencia de sufrimiento sin fin y 3. una retribución justa, sin esperanza de restauración. El enfoque exegético hace que el capítulo les dé una atención relativamente limitada a los problemas filosóficos generados por el tormento consciente eterno como, por ejemplo, la aparente injusticia de asignar un castigo infinito a seres limitados que cometieron pecados finitos.[1] En lo que sí dice, Burk invoca el argumento de Anselmo y Jonathan Edwards: Dios es un ser de un valor infinito, de modo que cualquier ofensa a Dios implica un mal infinito, el cual justifica un castigo infinito.
Al leer el capítulo de Burk, me sentí bastante convencido por sus argumentos, por lo que me sorprendió la contundencia de las críticas a su capítulo. El editor, Sprinkle, nota que los temas de la separación y la retribución sí están presentes en los textos bíblicos citados, pero sugiere que el tema de lo interminable del sufrimiento no es ni tan ubicuo ni tan obvio como Burk indica (p. 192). Por ejemplo, se señala que, cuando Isaías (66:24) profetiza que todos “contemplarán los cadáveres de los que se rebelaron contra mí” y dice que “no morirá el gusano que los devora, ni se apagará el fuego que los consume” (NVI), lo que el profeta describe no es un tormento eterno de los malvados. Para empezar, el texto describe a los muertos como cadáveres (y no como seres conscientes) y además de eso, en vez de decir que el sufrimiento nunca se acaba, Isaías asevera solamente que el fuego y el gusano nunca mueren (p. 46). Lejos de ser sofisterías exegéticas, estas observaciones son cruciales, porque Isaías 66:24 es una de las fuentes claves de la enseñanza de Jesús sobre el infierno (Mr 9:42-48). Adicionalmente, John Stackhouse, quien defiende en el libro la doctrina del “aniquilamiento”, nota que algunos textos bíblicos declaran que la ira de Dios no dura por siempre (Sal 30:5; 103:9) (p. 47). Estas observaciones son importantes para los teólogos que sostienen bien sea la aniquilación o el arrepentimiento y restauración eventual de las personas en el infierno, como se ve a continuación.
El castigo terminal
John G. Stackhouse Jr. presenta la segunda perspectiva, la cual denomina “el castigo terminal”, aunque la postura se conoce mejor como “el aniquilamiento”. En resumen, Stackhouse sostiene que quienes no se arrepientan en vida sufrirán en el infierno por un tiempo limitado, conforme con la gravedad de sus pecados, y que después tales personas serán destruidas y dejarán de existir. Su argumento tiene dos columnas centrales:
Primero, Stackhouse observa- correctamente- que muchos textos bíblicos describen el futuro de los condenados en términos de su destrucción, desaparición, o aniquilación (Sal 1:4-6; 37:9, 22, 38; Pr 1:18-19, etc.), usando imágenes que no implican un sufrimiento continuo infinito. Resalta adicionalmente el mismo autor, que en el Nuevo Testamento los habitantes de Sodoma y Gomorra (Gn 19) sirven de ejemplos paradigmáticos del castigo divino (2P 2:6; Jud 7). No obstante, como dice 2 Pedro 2:6, ellos no sufrieron para siempre, sino que Dios los “redujo a cenizas”. Esta evidencia sugiere que el castigo post mortem no persistirá por la eternidad, sino que se acabará con la eventual destrucción de las personas condenadas, las cuales dejarán de existir.
La segunda columna del argumento de Stackhouse es un análisis de los significados de las palabras traducidas como “eterno” en la Biblia (hebreo: ōlam; griego: aiōnion). Stackhouse nota que el Antiguo Testamento usa la palabra ōlam para describir, por ejemplo, las ordenanzas de la Pascua judía (Éx 12:24-25) y del sacerdocio israelita (Éx 29:4-9) y, adicionalmente, el templo de Salomón (1R 8:6,12-13). Estas descripciones generan problemas para una traducción de ōlam en el sentido de “eterno”, ya que lejos de perdurar por siempre, el templo de Salomón fue destruido y posteriormente los cristianos dejaron de observar la Pascua judía y llegaron a identificar a Jesús como el sumo sacerdote cuyo ministerio deja al sacerdocio judío sin ninguna función (Heb 10:1-18).
En la misma línea, Stackhouse señala que algunos textos del Nuevo Testamento usan la palabra aiōnion para describir cosas que no tienen una duración eterna. Por ejemplo, Marcos 3:28 habla del “pecado aiōnion” y es obvio (y teológicamente necesario) que ningún pecado dura por siempre. Por tal razón, Stackhouse sugiere que a veces la palabra aiōnion se debe traducir como “de la época venidera”, en vez de “eterna” o “existente para siempre”. Esta maniobra lexicográfica es importante porque permite que uno entienda los textos que hablan de la condenación eterna como descripciones del castigo que viene en el futuro, sin que implique nada sobre la duración de aquel castigo.
Los otros autores de la colección responden a Stackhouse en maneras distintas. Por un lado, Sprinkle y Burk dan voz a varias preguntas exegéticas; Sprinkle, por ejemplo, nota que es difícil cuadrar Ap. 14:9-11[2] con la idea de la destrucción total (p. 197). Por el otro lado, Robin Parry (el proponente del universalismo), explora aún más la referencia a Sodoma y Gomorra, resaltando que el Antiguo Testamento mismo prevé la restauración de Sodoma, aun indicando que Dios eventualmente entregará Sodoma a Judá como una hija (Ez 16:48-63). En tal caso, Sodoma sería un paradigma no simplemente de la destrucción, sino del castigo seguido de una restauración (p. 92-93). Así, los argumentos de Stackhouse abren un espacio para un diálogo continuado que, en cierto sentido, prepara la tierra para la siembra de la próxima perspectiva.
El universalismo
Robin A. Parry elabora la tercera postura: la del universalismo evangélico. Sin embargo, Parry no es pluralista (es decir, no opina que cualquier religión lo lleva a uno al cielo) y tampoco niega la existencia del infierno. Por el contrario, Parry afirma que la muerte redentora de Jesús abre el único camino de salvación, y que la gente que no se arrepiente sí va al infierno después de la muerte, aunque existe la oportunidad de arrepentirse de los pecados y aferrarse a Jesús aun después de la muerte, de modo que eventualmente todos se arrepentirán y saldrán del infierno para ser reunidos con Dios en la Nueva Jerusalén.
Parry puntualiza que varios textos neotestamentarios atestiguan que Jesús murió por los pecados de todo el mundo (1Jn 2:2; 2Co 5:15; 1Ti 2:3-6; Heb 2:9) y que Dios anhela salvar a todos (1Ti 2:4; 2P 3:9). Además, menciona varios pasajes bíblicos que literalmente dicen que todos se salvarán. Por ejemplo, en Romanos 5:18, Pablo explica, “[A]sí como una sola transgresión causó la condenación de todos, también un solo acto de justicia produjo la justificación que da vida a todos” (NVI; cf. Ro 11:32; 1Co 15:22; Fil 2:11; Col 1:2). Sin embargo, Parry también reconoce que hay muchos textos bíblicos que describen el castigo después de la muerte. Concluye entonces que la mejor manera de respetar los dos grupos de temas (el castigo post mortem y la salvación universal) es afirmar que si bien es cierto que los no-creyentes se van al infierno después de la muerte, allí ellos tendrán la oportunidad de arrepentirse y ser restaurados a la comunión con Dios. Así, el infierno se entiende como un lugar de castigo retributivo terrible, pero que tiene también un rol restaurativo.
En esta línea, Parry apela al libro del Apocalipsis. Por un lado, el Apocalipsis describe claramente cómo las “naciones” y “los reyes de la tierra” habitualmente se oponen a Dios y son echados al infierno (Ap 11:18; 13:7-8; 14:8-11; 17:15; 18:3, 23), pero por el otro lado, el Apocalipsis presagia que las puertas de la Nueva Jerusalén nunca se cerrarán y que las naciones y los reyes de la tierra entrarán y gozarán de su luz (Ap 21:24-25). Así, Parry propone que el libro bíblico con la más gráfica descripción del infierno tal vez implique también la posibilidad de la salvación post mortem.
Los interlocutores de Parry discrepan con algunos puntos de su exégesis, y expresan inquietudes en cuanto a la suficiencia de su explicación de textos como Mateo 25:31-46 (p. 200-201). Burk nota que el caso para la salvación después de la muerte es una inferencia y no cuenta con apoyo explícito de las Escrituras (p. 131-133). Se sugiere también que Parry peca de idealista; Stackhouse y Walls dudan de que todos los seres en el infierno tendrían ganas de arrepentirse, con lo que se truncaría esa restauración universal que Parry visualiza (pp. 138, 143-144).
El infierno y el purgatorio
Jerry L. Walls elabora la última perspectiva descrita en el libro, la cual implica revisiones de las concepciones tradicionales del infierno y el purgatorio. Respecto al infierno, Walls concuerda con Parry en que existe la posibilidad del arrepentimiento y la restauración después de la muerte; no obstante, a diferencia del universalismo de Parry, Walls anticipa que mucha gente tomará la decisión de quedarse en el infierno. Aunque este tema es provocador, Walls limita su elaboración, para enfocarse en otra contribución cuyo aporte central es la rehabilitación de la idea del purgatorio, pero en una manera compatible con el protestantismo.
Walls pretende corregir varios malentendidos sobre el purgatorio, incluso señalando que el purgatorio no es un preludio al infierno, sino todo lo contrario: la antesala al cielo. Walls explica además que, en la tradición católica, el purgatorio tiene dos propósitos: la satisfacción de la justicia y la purificación. La idea de la satisfacción tiene que ver con el apaciguamiento de la ira divina. Para los evangélicos, esta es una idea problemática porque implica que la persona fallecida que llega al purgatorio no ha sido completamente perdonada, lo que implicaría que la muerte de Cristo no sería suficiente para su justificación. Esta noción, explica Walls, no es compatible con la doctrina protestante de la justificación. Sin embargo, por el otro lado, la idea de la purificación encaja bien con la doctrina de la santificación, la cual reconoce la importancia del camino hacia la santidad; en varias tradiciones evangélicas, especialmente las wesleyanas, la santificación implica la cooperación entre el ser humano y el Espíritu de Dios en la búsqueda de la transformación. Este es un proceso que sucede paulatinamente a lo largo de la vida.
Para elaborar un poco el trasfondo de la teoría del purgatorio, Walls describe el problema teológico generado por el fenómeno de la conversión en el lecho de muerte. El fenómeno de vivir como un pecador y arrepentirse justo antes de morir crea una dificultad en cuanto al proceso de la santificación, puesto que la persona justificada inmediatamente antes de morir no tiene tiempo para cooperar con Dios en el proceso de santificación. La doctrina del purgatorio soluciona este problema, brindando un espacio antes del cielo en el cual el proceso de santificación y transformación se puede realizar.
Walls refuerza su caso para el purgatorio por medio de una interacción con las Escrituras de C. S. Lewis —un héroe entre los evangélicos, aunque él no lo fuera— (especialmente en su libro “El gran divorcio”), quien también afirmaba la doctrina del purgatorio. Walls reconoce que esta doctrina nunca se enseña explícitamente en la Biblia, aunque propone que la idea tal vez se sugiere en 1 Corintios 3:11-15. Sin embargo, anticipándose a las críticas de sus interlocutores, Walls invoca la doctrina de la Trinidad, la cual tampoco se enseña explícitamente en la Biblia, sino que es más bien una conclusión basada en diversos textos de la Biblia y varias consideraciones filosóficas y teológicas. De la misma manera, Walls argumenta que la falta de apoyo bíblico explícito no es una razón adecuada para rechazar la doctrina del purgatorio.
En sus reacciones, Burk y Stackhouse critican la falta de evidencia bíblica a favor de la perspectiva de Walls y aclaran que C. S. Lewis, por muy querido que sea por el público, naturalmente no goza de ningún estatus teológico autoritativo (pp. 174-175, 180-181). Si bien todos concuerdan con Walls en que el proceso de santificación se da progresivamente a lo largo de la vida, Burk y Parry notan que la glorificación futura se describe como algo que sucede “en un instante, en un abrir y cerrar de ojos” (1Co 15:52, NVI) (pp. 177, 184-185). Esta observación socava la legitimidad de la inferencia de que la purgación (es decir, la santificación post mortem) necesariamente requiera una extensión significativa de tiempo. Sin embargo, en defensa de Walls, Stackhouse y Sprinkle reconocen que, aunque los evangélicos prefieran seguir rechazando el elemento de la satisfacción en las versiones católicas del purgatorio, el purgatorio purificador que describe Walls no es el mismo purgatorio rechazado por los reformadores (pp. 182, 204).
Cuando yo era estudiante, me pareció bastante obvio que hubiese una sola doctrina del infierno (el tormento eterno) que contara con la autoridad bíblica. Durante los últimos años, he llegado a sentir el peso de los problemas filosóficos que acompañan la teoría del tormento eterno. Sin embargo, a decir verdad me sorprendió leer este libro y reconocer que la evidencia bíblica para las teorías alternativas es más fuerte de lo que yo había pensado. El libro me ha animado a reflexionar sobre este tema con más cuidado, a considerar otras opciones y sobre todo a recordar que las personas con las cuales discrepo tal vez apoyan sus perspectivas con buenos argumentos que desconozco. Mi ignorancia de los argumentos que justifican las opiniones de otros no implica que ellos estén necesariamente equivocados.
Este libro demuestra que hay evidencia bíblica para apoyar diversas perspectivas y, si quiero respetar la totalidad del canon, me toca escuchar todas las voces de la Biblia. Esta observación resalta la importancia de no permitir que un solo texto bíblico acalle a otros. Sin duda es importante interpretar la Escritura a la luz de la Escritura, pero esto no implica que un tema canónico amordace a otro. Al contrario, nos toca reconocer que la misma complejidad de la Escritura puede ser reveladora; a veces la polifonía del testimonio canónico nos dirige hacia una comprensión más rica y matizada de nuestras doctrinas.
Como indiqué arriba, el formato del libro Four Views on Hell (Cuatro perspectivas sobre el infierno) permite que los diversos interlocutores respondan a las perspectivas de sus coautores, procedimiento que, obviamente, enriquece la profundidad del debate. Adicionalmente, una consecuencia (tal vez inesperada) de esta estructura es que se puede examinar el tono adoptado por los distintos autores y reflexionar sobre cuál es la postura y la actitud que un cristiano debe encarnar durante una discusión teológica. En las interacciones críticas entre los autores, se nota que el tono de Denny Burk, en particular, llega a veces a ser un poco hostil y hasta desdeñoso. En contraste, percibo los comentarios de Sprinkle, Parry y Walls como más respetuosos y aún cálidos. Tal vez esta diferencia simplemente se debe a las personalidades de los distintos autores; o tal vez Parry y Walls, por razón de proponer perspectivas minoritarias, conocen de primera mano lo dolorosa que puede ser una crítica hiriente; o puede ser que Burk, por razón de articular la perspectiva evangélica tradicional, opine que está defendiendo la fe, de modo que se justifica un estilo más agresivo. En todo caso, mi impresión es que los intercambios de Parry y Walls están marcados por el fruto del Espíritu, por la bondad y no la rudeza, no obstante su compromiso obvio con sus respectivas posiciones.
Esto me hace preguntarme: ¿para qué sirve la teología, si la defensa de una perspectiva teológica se da a expensas del amor? Me siento presionado por la advertencia de Pablo: “Si… entiendo todos los misterios y poseo todo conocimiento,… pero me falta el amor, no soy nada” (1Co 13:2, NVI). Este libro me ha animado a reflexionar con cuidado sobre la doctrina del infierno, pero tal vez lo más importante es que el libro ha renovado en mí el deseo de enseñar y escribir con más respeto y simpatía aún en mis interacciones con las perspectivas que al fin y al cabo rechazo.